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Brunela y Perus

Una leyenda de Lamaria

Una gota descendía por el cristal de la ventana. Eso bastó para recordar al viejo Perus que sobre él, y sobre el mundo entero, estaba el cielo. Encendió una vela y colocó enfrente suyo, abierto como si abrazara al aire, el denso ejemplar empastado en piel de Los anales y relatos magníficos de las batallas de Lim-Ka. La luz ambarina hacía palpitar la habitación, alargando sus esquinas. Se preparó para la lectura, inclinándose sobre el volumen antiquísimo que, como era costumbre de los libros lamarianos, iniciaba con una página en blanco, otra en verde, otra en negro, antes de un mapa detallado de la costa sur y de las fortalezas de Gorgo-Et. Complacido, Perus pasaba las páginas sólo con la intención de volver atrás. Cada vez que la pesada hoja de pergamino se elevaba y caía de nuevo, echando a andar aquella máquina de folios concatenados como una constelación, Perus avanzaba tres páginas y retrocedía dos. Aún estaba percibiendo la trama texturosa del papel y sus imágenes cuando se daba cuenta de que su mano, por alguna urgencia atávica, había rozado el borde de la hoja para descubrir lo que seguía. En este afanoso acto de leer, imposible y deleitable a la vez, el viejo entró en la madrugada sin darse cuenta. Afuera, una noche estrellada giraba sobre su cuarto miserable, lo único que podía pagar con el sueldo que le pagaba el rey Gorgánida-At como bibliotecario real. ¿Pero qué era aquella biblioteca si no una sofocante casa de piedra y lodo en donde los pocos ejemplares legibles eran destruidos por la humedad del Mar de Suntaz? A nadie, salvo a Perus, le importaba la serenidad de la lectura y por eso guardaba aquí, amontonados alrededor de su cama, los tomos más valiosos. Esta habitación arrumbada era la verdadera biblioteca real de Gorgo-Et.

            El olor a la hierba de leria flotó en el aire y Perus se estiró para alcanzar la hornilla y servir infusión en su taza de cobre. En esa mesa en que comía y leía y dormía a veces, con la cabeza tumbada sobre el codo entumecido, ahí había transcurrido la vida de Perus y, muy seguramente, ahí terminaría.

            La infusión tocó apenas sus labios. Todavía estaba caliente. Perus se olvidó de aquel calor, del vapor blanquecino, y volvió a la página que llevaba por título “Prólogo” y leyó las primeras líneas. Una salutación del autor anónimo de aquel anal de guerra a los notables generales de Gorgo-Et y a las cuatro diosas que los protegían. A las medusas sagradas. A las asteroideas místicas que dejaban su huella sobre la arena antes de elevarse a los cielos. El viejo bibliotecario bebió estas palabras antes que la infusión y percibió de nuevo el asombro de aquellas personas que antes que él, lo habían visto todo, y lo habían escrito para que sobreviviera entre los muertos y la incierta memoria de la guerra.

            Las estrellas sobresalieron entre las nubes bajas, los callejones de la ciudad de granito se iluminaron por el destello de una luna de invierno. Entonces el aire iluminado de la noche llegó al escritorio de Perus y la mirada profunda de la diosa Brunela llegó hasta ahí, llevada por la curiosidad.

            “¿Quién es aquel hombre solitario que en vez de dormir y soñar con los graneros y los campos de arroz y de cebolla está despierto, ignorando mis secretos, los secretos del aire y de la ensoñación?” A diferencia de sus hermanas y de su madre, Brunela era generosa con los seres del mundo, se mezclaba con ellos, aparecía en sus pensamientos como una grieta por la que entraba la luz. Por eso era costumbre agradecerle a ella la aparición de una idea nueva, el éxito en un combate de argumentos o en un concurso de canciones con samis de cuatro cuerdas.  A la amable Brunela se le dedicaba y se le agradecía la respiración, el vuelo de las abejas, el canto, la posibilidad del tacto, las ideas intangibles y el contenido de los sueños. A la terrible Brunela se le temía por los huracanes, las palabras hirientes, el espacio entre las páginas de un libro, las pesadillas.

            Sin saber por qué y sin preguntárselo, atada como estaba al enigma y a la oscuridad de los orígenes, Brunela quiso contemplar más tiempo el rostro sereno de Perus, su barba negra y blanca, los cabellos rizados que le cubrían la frente, los ojos agonizantes que aún brillaban mientras recorrían los renglones de la página con la ansiedad de los condenados, los que saben que nunca podrán leer todos los libros que existen.

            Nade sabe cómo es el amor de una diosa elemental, pero se dice que Brunela sintió cómo su existencia desmesurada sucumbía a la contemplación de Perus. Y lo miró, como se mira el caer de las flores de durazno y se desea que la primavera se quede para siempre. Lo miró como si toda la brisa del mundo se concentrara en un único sitio, inmensamente invisible.

            Y he aquí que Perus sintió que le faltaba el aire y, al instante siguiente, una bocanada más grande que su propia vida le entró por la boca. Y él era sólo un humano y cada palpitar de la diosa era una agonía para el hombre.

            “Tal vez ha llegado el momento de mi muerte”, pensó Perus, sin saber que era Brunela quien lo asfixiaba. Y en ese pensamiento urgente, el viejo lector se precipitó de nuevo hacia el libro para pasar la página y retener en la agonía los últimos renglones de su existencia.

            Pero Brunela no buscaba la muerte de Perus. Al contrario, trataba de atraer su atención, invocarse y hacerse tangible en el pensamiento de aquel hombre. Supo entonces la diosa que su intención era demasiado fuerte para un mortal, que debía presentarse ante él de otra manera. Entonces concentró su poder en aquella habitación de argamasa sin pensar en la noche, en la ciudad, en las estrellas que se movían a su alrededor y en las que cada noche fijaba la trayectoria de miles de sueños y corrientes luminosas que descendían al mundo.

            Perus sintió que la asfixia pasaba, pero cuando quiso pasar la página del libro no pudo hacerlo. Tampoco pudo mover el libro, pesaba como una losa pues todo el espacio vacío del mundo –el delicado pie de la diosa Brunela– se había posado sobre ella. Perus se levantó de la silla y recorrió la habitación. El tiempo parecía haberse detenido. La flama de la vela ya no titilaba. El broche de la ventana no cedía. Las mantas de la cama conservaban sus pliegues aunque Perus las alisara con las manos. “Estoy perdiendo la razón”, pensó el anciano y quiso salir de ahí, buscar los adoquines, el aire de la noche, despejar su mente con un paseo desesperado. Pero el picaporte no cedió, la materia estaba subyugada por una fuerza invisible que la mantenía fatalmente en su sitio.

            Entonces brotó de los entresijos de la madera, de las rendijas por donde solía colarse el aire, una presencia que Perus no vio, pero presintió como ráfagas que lo envolvían en una telaraña.

            La voz de Brunela era dulce y también afilada como el aire del mar que rasga la piel con la sal.

            “En donde yo esté, estarás conmigo, mi querido Perus”, le dijo, “tú entre todos los que viven en este mundo eres quien se queda despierto y se resiste a mí, y se dirige a mí también en el silencio y la evocación de la lectura. Yo inventé el silencio que permite los libros, amado Perus, y ahora puedes contemplarme, a mí, Brunela, la que tejió todo lo invisible, la que inventó el espacio blanco entre el enigma y su solución. ¿No es por eso por lo que los humanos se pierden en la contemplación de las palabras de los muertos? ¿No es por eso por lo que descienden al lugar oscuro de las ideas? ¿No es el deseo más profundo de sus corazones alcanzar el sueño absoluto en donde ya no es necesaria ninguna palabra?”

            Perus no pudo ocultar su terror ante la presencia de la diosa. La amaba, por supuesto, porque cualquier ser vivo se inclina hacia el abismo de la creación cuando se le presenta, pero no podía entender lo que sentía ni podía transitar ese camino hacia la diosa, que era otro ser, sencillamente, pero también era infinito e incomprensible.

            El anciano buscó en el fondo de su voluntad y respondió: “Iré si me lo ordenas, pero no puedo entender mi vida sin el misterio de los libros. Si me arrebatas eso, entonces moriré antes de mi tiempo y ninguna diosa puede evitar el reino de la muerte y el silencio”.

            Brunela se agitó en ese espacio limitado que hora la contenía. Cama, vela, libro y ventana, fijos en el tiempo, inmóviles entre lo inmóvil, vibraron bajo la mano furiosa de Brunela.

            “Si vienes conmigo, los ojos de tu mente no podrán ver nada más que a mí y no morirás. Pero si decides quedarte…”

            “¿Me matarás, diosa justísima de lo inasible? ¿Me matarás?”

            Sólo en este momento, Perus comprendió que no hablaba con su boca sino con su mente y que frente a él, conforme la madrugada se convertía en alba, los cabellos cerúleos de Brunela cobraban forma material, también su rostro moreno, sus ojos vertiginosos en donde ocurría una tormenta.

            Brunela supo que no nada le causaría más miseria que la muerte de Perus y que ella no podría ser la responsable de su infelicidad. Estas imposibilidades eran mundos nuevos para la diosa, acostumbrada a moverse con libertad en el vendaval y el viento, que no tenían contradicciones.

            “Te buscaré hasta el último día, amado Perus, y ahí en donde estés, estaré yo, escucharás mis palabras y te convenceré, un día, de venir conmigo. Y no morirás y sabrás que estoy contigo porque nada a tu alrededor se moverá, nada ocurrirá mientras te miro y aprendo las palabras para darle forma a tu corazón.”

            Y esa noche, Brunela partió y fue desgraciada, pero muy pronto volvió y volvería muchas veces al lado de Perus.

            Por su lado, Perus siguió con su vida sin renunciar a sus libros más preciados, pero nada fue igual. La presencia de la diosa en su mente le provocaba episodios de amnesia, las palabras leídas se le escapaban en cuanto posaba sobre ellas los ojos. La memoria de los pasajes históricos y las aventuras de héroes fabulosos se le mezclaban en el sueño y era incapaz de distinguir unos de otros.

            De vez en cuando, Brunela aparecía. Si llovía, las gotas se quedaban suspendidas en el aire. Si ardía la vela, la flama se quedaba quieta. El silencio del fuego también acallaba las sombras. Entonces Perus sabía que Brunela lo miraba, escuchaba las palabras de la diosa en un torrente de ideas e historias imposibles y asombrosas que sonaban en su mente y lo dejaban embotado por días, incapaz de hablar o de entender lo que leía.

            Sin pertenecer del todo a la diosa, Perus estaba a la merced de Brunela. La salud del viejo decayó, leer se convirtió en un martirio, por las noches tenía pesadillas extravagantes que le provocaban el deseo de entregar su voluntad y dejar que las fuerzas del mundo lo arrastraran a la muerte.

            Un día de otoño, tuvo una visión extraordinaria y vio el Monte Terminasitad a través de su ventana. El famoso monte, como es sabido, se encuentra en el hemisferio opuesto a Gorgo-Et, en el lejano y misterioso norte, en donde hay vida artificial y reinos fabulosos y bibliotecas en la que muchos se han perdido, incapaces de encontrar la salida. ¿Cómo era posible que estuviera ahí mismo el Monte del Fin del Mundo? No lo sabía, pero tomó el libro de los anales guerreros que no había podido terminar a causa de la influencia de Brunela, una capa, un sombrero chato de palma verde, un bastón y dejó para siempre su habitación.

            En pocos días estuvo en las faldas del Monte Terminasitad. Cuando llegó a la cima, hambriento y agotado, vio los valles de Gelpura y los supo cerca, aunque fuera imposible. ¿Quién lo ayudaba a huir de Brunela? ¿Quién cambiaba de lugar la tierra y sus montañas y sus valles para que él, Perus, un viejo lector cansado, encontrara la paz para terminar sus días?

            De este modo, Perus recorrió el mundo y conoció ciudades y pueblos de los que nunca había escuchado. Y en cada uno de esos lugares buscaba un cuarto, una caverna, un calabozo en lo alto de una torre, se enroscaba en su manta añeja y se ponía a leer. Pero siempre, a los pocos minutos, de nuevo sentía la página del libro como una losa, el volumen como una montaña. Brunela había llegado. La flama quieta, el aire mudo, las grietas del mundo abiertas para dejar pasar sólo la presencia de la diosa. Y muchas veces Perus quiso hacer entender a Brunela que él la amaba, pero que su amor no valía nada y que su vida era muy poco. Y muchas veces Brunela le dijo que no le importaba, que únicamente un ser llamado Perus estaba en su mente, que su desesperación crecía con cada vuelta al mundo y que su comprensión de la eternidad era apenas un momento en su deseo de poseer a ese hombre insignificante.

            Pasaron años penosos. Brunela persiguió a Perus y ya fuera en Talis, en Tempor-Et, en Medil, en Gorgo-Et, en Melia-Ut, en Galinitl, en Terminasitad, en Are-etrises, en Turbamed, en Henda-Et, los amantes se encontraban y ella deseaba llevarlo con ella y él se resistía y huía de nuevo.

            La historia llegó a su fin el día en que Perus, moribundo, se detuvo en las costas de Henda-Et y miró el mar enloquecido por la marea. ¿Era la presencia de Brunela, una vez más? ¿O era simplemente una tormenta? Ya no lo sabía. Había perdido la razón. ¿Las fronteras entre el sueño y la vigilia?: las había atravesado muchas veces, sin saberlo. Brunela le había provocado asfixias, incontenibles torrentes de ideas, había jugado con su razón, pero ya no era capaz de vivir sin ella, cuando ella desaparecía por mucho tiempo, él miraba desesperado el cielo, la buscaba en las corrientes de aire que le provocaban neumonías. Y cuando ella aparecía por fin, él seguía siendo un ser insignificante que, aterrado, no soportaba la presencia de Brunela. “Me ahogaré en el mar de Suntaz, terminaré con mi sufrimiento”. De su alforja tomó el libro Los anales y relatos magníficos de las batallas de Lim-Ka y lo sopesó. Apenas había leído una decena de páginas. Años y años y él sólo había leído una decena de páginas. Su mente había divagado durante todo ese tiempo entre el amor por Brunela y su deseo de escapar de ella. Y cuando parecía estar leyendo y pasando páginas, en realidad no ocurría nada. Sus ojos miraban los renglones, pero su mente estaba lejos, combatiendo entre las líneas soterradas del reino sobrenatural.

            Sintió el agua fría sólo cuando le llegó al cuello. Luego dejó de respirar. Brunela, que lo vigilaba, agitó las aguas para salvar la vida de Perus y la corriente lo llevó a una isla.

            El sol le consumía la piel cuando despertó en un mediodía ardiente. Perus miró a su alrededor. Un valle plano, algunas elevaciones en el horizonte, árboles, la entrada a un bosque. Eso era todo, rodeado de agua. Por primera vez en mucho tiempo no sintió que le faltara el aire, una claridad absoluta inundaba su mente, un caudal de ideas propias, largamente cultivadas, tomó forma en su cabeza. Sí, por primera vez en muchos años, ni Brunela ni su influencia estaban con él. Perus descansó y durmió como hacía mucho no podía. Cuando despertó de nuevo, las estrellas estaban sobre él, fijas, en una posición que él no reconocía. La luna apareció, iluminó, y desapareció de nuevo cuando la alcanzó la mañana. Y en todo su trayecto, no cambió de lugar. El sol también salió y se metió en el mismo sitio, un punto cardinal quieto e indeterminado.

            “Aquí ella no podrá encontrarte, Perus”, la suave voz de una anciana llegó con la brisa de una nueva madrugada. “Esta isla es el único lugar inmóvil del mundo, aquí Brunela no tiene poder, aquí no puede verte. Todo puede cambiar, todo puede decaer, pero no aquí, esta es la isla fija, esta es la isla sin tiempo”.

            “¿Eres tú quien me ha ayudado, diosa madre de las cuatro, diosa de la transformación y de la mañana, eres tú quien ha movido la tierra para que yo pueda huir de Brunela?”

            Pero ya nadie le contestó. No importaba. Ahora estaba solo y su viaje había concluido.

            Desde entonces, Brunela busca sin parar a Perus. Cuando cree que lo ha encontrado, el tiempo parece detenerse y el mundo se queda en suspenso. Algunos seres humanos lo notan y sienten una tristeza profunda que no tiene explicación. Cuando Brunela comprende que Perus no está, violentos vendavales sacuden los sembradíos y se pierden las cosechas. Brunela está condenada a no encontrar la isla inmóvil. Y por ello, el mundo está condenado a su furia.

            Algunos dicen que Perus aún vive en la isla, pues ahí no existe la muerte ni la tierra se agita por los caprichos de las diosas. A la gente de Henda-Et le gusta recordar al viejo Perus –desde entonces un nombre sagrado para los bibliotecarios y los estudiosos– inclinado sobre la arena, leyendo y releyendo el denso ejemplar empastado en piel de Los anales y relatos magníficos de las batallas de Lim-Ka.

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