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La caída de Henda Et y el ladrón del Aiko

Epopeya nacional de Lamaria

Diosas de circa con fuego.webp

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Cuentan –pero Brunela ya conoce todas las historias– que hace mucho existió una ciudad maravillosa llamada Henda-Et.

 

Sus muros eran de metal; sus torres, de piedra; sus ventanas, de plata lunar. En esta ciudad adoraban a los dioses del mar, seres extraños con forma de coral o de pez. Se creía que esos dioses olvidados, que habían llegado con los primeros habitantes desde el mar del Suntaz, eran quienes protegían a Henda-Et de los kaínes.

 

Mientras, en el resto del mundo, los pueblos eran arrasados dos veces por año por los violentos movimientos de la tierra, sólo dos ciudades amuralladas permanecían en pie, a salvo de la destrucción: el Reino Impenetrable de Numerasitad y Henda-Et. Por razones que nadie conocía, la tierra sobre la que habían construido ambas ciudades permanecía inmóvil y resistía la violencia de los dioses.

Nadie se atrevía a tomar el camino a Numerasitad, la ciudad de los artificiales. Nadie se aventuraba. Se decía que un ejército de autómatas dorados guardaba todas sus fronteras y que uno solo de aquellos soldados podía despedazar a cien.

 

Henda-Et era la única opción para quienes buscaban sobrevivir a los terremotos. Sin embargo, aunque no poseía autómatas que la guardaran, los muros de la ciudad eran demasiado altos y las enormes puertas de acero rara vez se abrían. Esos muros estaban hechos de espejos, por eso, en la noche la ciudad desaparecía y nadie sabía cómo encontrarla. Detrás de sus muros, esta ciudad extraordinaria estaba gobernada por una asamblea, no por un rey o una reina. Y todas las decisiones se tomaban por votos: la mayoría decidía el destino de la ciudad.

 

Con el paso del tiempo, Henda-Et olvidó a sus dioses originarios y comenzó a adorar a las cuatro diosas continentales Brunela, Marián Gelpura y Beatris …, especialmente a Brunela, la diosa del aire que les permitía ocultarse y flotar sobre el suelo para que los kaínes no la destruyeran. El culto de las cuatro era muy antiguo, y poco a poco cedió su paso o se mezcló con las leyendas del kaín y la historia del reino de Sara. Sara fue la quinta diosa, pero esa leyenda se cuenta en otra parte.

 

Una noche, una campesina pobre llamada Rian An, que vivía en los miserables campos de Sulfur-At, pidió a la diosa de la tierra, Marián, que protegiera de la devastación del kaín a sus padres y sus hermanos. Pero el kaín llegó y todos murieron, menos ella. Enfurecida, Rian An renunció a la diosa Marián. Entonces Gelpura, la diosa de fuego que se alimentaba de la furia y de la destrucción y odiaba a su hermana Marián, le habló a la campesina. Le dijo que fuera a Henda-Et, la ciudad plateada en donde nadie sufría los kaínes, y que no descansara hasta que la dejaran entrar, pues ahí encontraría su destino.

Rian An obedeció. Al llegar a los muros de la ciudad, el guardián de la puerta le impidió el paso. Rian An miró a su alrededor y se dio cuenta de que ella no era la única que deseaba entrar. Cientos de refugiados hacían guardia día y noche a las afueras de Henda-Et, en campamentos interminables, esperando que un día las puertas se abrieran para ellos. Rian An, siempre guiada por la voluntad ciega de Gelpura, acudió a diario y se volvió conocida de Gositad, el guardián de la puerta.

 

El amor, o al menos cierta atracción fundamental, es el inicio de muchas historias o, más bien, el momento en que se complican y toman caminos impredecibles. Los dos, Rian An y Gositad, solos y miserables, hablaban todos los días, se confesaban sus infortunios, juzgaban la maldad de la diosa Marián, comprendían con pesar la tristeza del mundo. Y aunque Gositad era un guardia de la puerta, no tenía permitido entrar en la ciudad. En poco tiempo Rian y Gositad decidieron vivir juntos y de ellos nació un niño moreno, de ojos grandes, al que dieron el nombre de Leandrino.

 

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Como los demás refugiados, Leandrino creció en los campamentos que rodeaban los muros de Henda-Et, pero a diferencia de los otros niños que mendigaban a los viajeros y se bañaban en la suciedad del estanque en donde Henda-Et vaciaba sus deshechos, Leandrino se pasaba los días mirando a la gente, observando los muros de espejo, imaginando cómo sería la vida adentro. Y si su vida de día la dedicaba a la contemplación solitaria, por las noches vivía sueños intensos, llenos de enigmas y mensajes que no podía descifrar.

Leandrino no lo sabía, pero la diosa Gelpura había decidido habitar en él y usarlo para conseguir sus propios fines. Inspirado por ella, Leandrino soñaba con bolas de fuego, lunas rojas, estrellas que caían a los estanques y aparecían del otro lado del mundo, constelaciones que nadie había visto jamás, ciudades invertidas y un sol blanco que le hablaba y lo incitaba a derrumbar los muros y tomar Henda-Et por la fuerza.

Luego, ocurrió lo inevitable. El pequeño Leandrino sacó una conclusión de sus sueños enredados: los desplazados, los sin nada, debía entrar por la fuerza en Henda-Et y disfrutar la felicidad que otros gozaban al interior de los muros. Gositad y Rian An hicieron eco de aquellos sueños proféticos y, un día, después de diez años de esperar inútilmente la generosidad de la asamblea de Henda-Et, los refugiados marcharon contra la puerta y entraron. Los desarrapados, los huérfanos, los pobres que no tenían que comer, los que apenas sobrevivían los kaínes, saquearon las tiendas de cristal, inundaron las calles luminosas con sus harapos, pisaron con sus pies descalzos los adoquines pulidos, entraron en las torres blanca y tomaron lo que pudieron hasta que los soldados de Henda-Et les cortaron el paso.

Todos pelearon, muchos murieron, algunos fueron capturados. Entre ellos, los padres de Leandrino. Como escarmiento, la asamblea democrática de la ciudad decidió la condena de los prisioneros. Los colgaron en la plaza pública y luego echaron sus cuerpos al pie del muro para que nadie más intentara entrar de nuevo. Y durante un tiempo la ciudad vivió en paz, pero su ruina estaba cerca pues Leandrino se las había arreglado para ocultarse y escapar de los soldados. Así que se quedó a vivir en Henda-Et, huérfano y solo.

En su corazón, creció el odio contra las asambleas y las mayorías. Leandrino estaba convencido de que el mejor gobierno era la monarquía. Vivir bajo el cuidado de humanos virtuosos que podían, por sí mismos, decidir lo que era mejor para todos, sin discusiones interminables, sin intereses de camarillas que malversaban la voluntad de la mayoría. La democracia había condenado a sus padres a muerte y había decidido cerrar las puertas de Henda-Et a todos los que necesitaban ayuda y consuelo. Así que Leandrino decidió combatirla y decidió también que un día sería el rey de aquella ciudad.

Los años siguientes Leandrino vivió en las calles de Henda-Et y se dio cuenta de que la igualdad que profesaban sus leyes no existía, que las virtudes de las que se jactaba la asamblea era una ilusión. Aunque la ley de la ciudad dictaba que todos los ciudadanos eran iguales, en realidad unos tenían más poder que otros, unos dominaban, otros obedecían; los hijos de los asambleístas podían librarse de la cárcel, mientras que los hijos de los panaderos purgaban penas muy duras por el mismo delito. Las historias del huérfano Leandrino se extendieron en las ciudades y los bosques húmedos de la pobre Lamaria. En medio de las vidas atribuladas por los kaínes, por el hambre, por el abandono, el corazón de todos aparecía ese nombre del que robaba en las calles de Henda-Et para repartir entre los pobres, del que reclutaba a jóvenes soñadores e idealistas para liberar esclavos, del que hacía justicia contra los poderosos llenándolos de terror en calles oscuras, del que luchaba por lo que creía que era justo.

 

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Las cosas cambiaron para él cuando, una tarde, las puertas de la ciudad se abrieron y la guardia de la ciudadela hizo sonar sus trompetas. Todos, refugiados y ciudadanos, asistieron al desfile improvisado que se organizó en las calles.

Un comerciante rico de Numerasitad había entrado en la ciudad, acompañado por sirvientes y soldados autómatas. La asamblea de la ciudad le rindió homenajes pues todo el mundo sabía que Numerasitad daba grandes riquezas a Henda-Et a cambio de sumisión y bienes materiales. Era el reino de Numerasitad el que dictaba cuál era la mejor forma en que Henda-Et debía gobernarse, el que exigía tributo, el que compraba a los gobernantes y las asambleas. Era aquella ciudad infestada de seres artificiales la que decidía, en este ancho mundo, quién vivía y quién moría.  

Durante los festejos por la visita del numerasitano, el pequeño Gingo-Et, un huérfano al que Leandrino cuidaba como un hermano, se acercó demasiado al gran señor para ver de cerca a los autómatas. Los seres artificiales reaccionaron con violencia y Leandrino fue testigo de la muerte de uno de sus amigos más queridos. Los guardias y los asambleístas contemplaron la escena impávidos. Nadie quiso hacer justicia, nadie arriesgó su posición por defender a un niño sin familia. El hombre rico se fue de la ciudad sin dar cuentas de los actos del autómata. Leandrino supo entonces de que la injusticia no sólo vivía en los muros de la ciudad. La verdadera maldad provenía del Reino de Numerasitad y decidió enfrentarse a sus nuevos enemigos con todas sus fuerzas. Esa noche, en un sueño, la diosa Gelpura le mostró el Aiko, el corazón de los autómatas, y le dijo que en él yacía el secreto para liberar a la ciudad de la tiranía de la asamblea de Henda-Et y del Reino de Numerasitad.

Leandrino se interesó entonces por los secretos que guardaba el mundo más allá de las tierras que él conocía. Aprendió a leer y supo que en un reino minúsculo y lejano llamado Senes, se creía que los autómatas habían sido creados como seres bondadosos por la diosa Dimanca y que, según la tradición de sus fundadores, Numerasitad había sido el lugar mítico en el que el reino de Sara y su corte lucharon contra la enfermedad de Suntaz y trajeron paz y justicia al continente, crearon leyes e instauraron gobiernos populares. ¡Qué equivocados estaban!

Leandrino sabía que la monarquía era el mejor gobierno de todos, que la voz de las mayorías no era justa ni virtuosa, que los defensores de aquella forma nociva del gobernó, los autómatas, eran asesinos sin alma.

Por eso, el joven héroe estaba decidido a acabar con la ciudad que le había quitado a sus padres y a su pequeño amigo. Harto de la falsedad del sistema igualitario y determinado a conquistar el Aiko, Leandrino encabezó una rebelión dentro de los muros de la ciudad.

Una mañana de Otoño, a unas semanas de que ocurriera el kaín y hundidas por una cruel guerra civil, las puertas de Henda-Et cayeron. Leandrino declaró que la ciudad era de todos los que necesitaran refugio, destruyó la asamblea, los viejos habitantes fueron asesinados o enviados al exilio y él, de apenas veinte años, fue nombrado rey.

Su campaña para liberar al continente de la oscura sombra de Numerasitad apenas había comenzado.

 

4  

Una vez coronado según las antiguas tradiciones lamarianas, Leandrino unió a un pequeño ejército de libertadores y se embarcó en un viaje peligroso que lo llevó hasta las mismas puertas de Numerasitad, en lo que hoy se conoce como Bosque del Aiko, al sur de Gambia.

Exigió que le entregaran el secreto del corazón de los autómatas, pero los autómatas, que eran invencibles, se negaron y respondieron con el fuego de sus máquinas y su infantería de metal. Lucharon con grandes sufrimientos durante tres días hasta que, exhaustos, se replegaron hacia el este, en donde fundaron un pueblo, que es el sitio en donde hoy se encuentra Campo Minerva.

Los autómatas los asediaron en sus escondites, pues conocían que el vigor humano tiene límites muy estrechos, y ahí volvieron a luchar, mermados, heridos. Fue una masacre de la que apenas quedaron registros, salvo la memoria de los pocos descendientes que insisten en mantener la herida abierta.

Leandrino, malherido, vio morir a todos sus amigos. Pero no se dio por vencido. Supo entonces que lo que no se conseguía con ejércitos, podía arrebatarse con el ingenio de una sola persona.

Ideó muchas artimañas para cruzar el umbral de Numerasitad hasta que se le ocurrió cubrirse el cuerpo con el metal de las lanzas, las espadas y los escudos para hacerse pasar por uno de aquellos seres artificiales. De esa escena mítica procede el famoso baile de metal, que se realiza cada año en ciertas regiones del sur.

Gracias a las artes de la diosa Gelpura, el metal se hundió en la carne de Leandrino y por un momento, sintió que su piel era de bronce y de hierro. Por un instante, se volvió uno con el reino mineral. Entró disfrazado así en los campos de Numerasitad y en la oscuridad de la noche, asesinó a un autómata que araba un campo de trigo. Ahí robó su Aiko y huyó por donde había venido. La diosa Gelpura le pidió que fuera a Leptis, al otro extremo del mundo, y le enseñó lo que debía hacer con el Aiko.

En el fondo de una mina, Leandrino encontró unos seres de piedra, que caminaban y hablaban como humanos, salvo que eran capaces de andar por las paredes. Los llamó Menguantes, porque el sonido de sus voces era como polvo y decían palabras llenas de nostalgia. Leandrino, con el consejo de los Menguantes y el poder del Aiko, aprendió a trabajar el metal y creó al primer autómata racional: un ser de metal consciente, pero sin libre albedrío, que vivía sólo para cumplir órdenes por más desalmadas que fueran.

Una vez poseedor del secreto del Aiko, Leandrino creó unos pocos racionales, reunió a un nuevo ejército y regresó a pelear contra Numerasitad. Otra vez perdió, pero aprendió que el Aiko le servía, también, para moverse a gran velocidad y cambiar de sitio de forma inesperada. Transcurrieron muchos años y Leandrino viajó por todo el continente, provocando la ira de los gobernantes injustos, de los autómatas y de las tres diosas, menos de su eterna aliada, Gelpura. Eternamente perseguido, Leandrino recibió de su aliada un mapa mágico, que le permitía desaparecer y escapar de sus enemigos.

Este era un mapa que cambiaba, sus trazos aparecían y desaparecían dependiendo del camino que debía tomar. Otras historias hablan de que el mapa mostraba lugares que ni siquiera las otras diosas podían encontrar, lugares inmóviles que desafiaban las leyes del tiempo, del espacio, lugares que estaban más allá del mundo, o detrás de él, o debajo.

Con la lección aprendida y años y años de viajar por el mundo, llevado por el deseo de vengar a todos los que habían perecido en las batallas anteriores, Leandrino, creó un gran ejército de racionales y por tercera vez atacó Numerasitad. Entonces ocurrió la Gran Batalla de Endamed, del año 290.

 

5

 

Por fin, Numerasitad cayó y Leandrino, ya entrado en años, obligó a los gobernantes autómatas a compartir su conocimiento con los humanos. A partir de ese hecho, los kaínes se pudieron predecir, se crearon las escuelas cartográficas y nunca más Circa tuvo que sufrir los embates inesperados de la tierra. Y así, por fin, un siglo después del inicio de sus aventuras, Leandrino regresó a Henda-Et.

La encontró en ruinas. Y a su país, devorado por guerras civiles y tiranos que se arrebataban el poder como perros. Comprendió entonces que los ideales de su juventud lo habían traicionado y que la naturaleza humana, que persigue el poder y la acumulación, es invencible.

Antes de morir, Leandrino dejó las ruinas de Henda-Et y pasó sus últimos años en Gel-Ka, un pequeño pueblo montañés que luego se llamó Leandrino-Em. Lo último que hizo el gran héroe fue decidir a quién darle el secreto del Aiko, ¿o debía morir con él antes que entregarle ese poder inmenso a dictadores y bárbaros?

Al final de sus días, conoció a Cartis Estomatis, una cartógrafa ciega, probablemente senesina, que llegó a visitarlo. Fue la época más feliz de su vida. Pasaban las típicas tardes lamarianas, húmedas y frías, caminando con paso lento por los llanos pedregosos de Gel-Ka. Compartieron sus vidas, sus historias desgraciadas y, por breves momentos, aliviaron su soledad. Fue a ella a quien Leandrino contó el secreto del Aiko y con quien ese secreto se mantuvo a salvo durante mucho tiempo.

Leandrino murió al lado de esta peculiar mujer, que fue creadora de los mapas más hermosos que se habían visto hasta entonces y cuya historia se cuenta en otra parte.

 

Comentarios de Medro-Et

1. Los pasajes extraños de los sueños de Leandrino, inspirados por la diosa Gelpura, siempre se han interpretado como la imposición de una nueva religión en el oeste de Circa durante la época de los tiranos. En realidad, nunca han sido enteramente descifrados por expertos pues el gobierno de Lamaria nunca ha permitido que nadie analice a detalle sus textos históricos, mucho menos después de la abolición de. las religiones y la imposición de un régimen unitario de control estatal Todo lo que conocemos sobre la antigua religión inspirada en Gelpura proviene de la tradición oral, siempre difícil de organizar.

2. Todavía hoy, en algunos rituales de las zonas rurales de Lamaria se invocan algunos elementos de los sueños de Leandrino: la luna roja, la ciudad invertida, el segundo cielo o la ciudad de los ahogados y aunque sólo ahora sabemos a qué se referían. No olvide el lector que Henda-Et, o Hendaned, en la lengua de Gambia, se tradujo mucho tiempo como Hilda, que quiere decir “ciudad de los ahogados”. Este hallazgo reciente nos ha permitido establecer una conexión -hasta ahora inimaginable- con leyendas senesinas. encontradas en los monasterios crepusculares. Esto quiere decir que en cierto momento, en la prehistoria de nuestras naciones, existió una religión unificada que provenia de otra región del continente, hasta ahora oculta a nuestro conocimiento, y que sólo ahora, gracias a las exploraciones lideradas por los cartógrafos de Beatris, comienza a abrirse para nosotros.  

 

3. Nadie ha podido descubrir exactamente en qué sitio se encontraba la ciudaad amurallada de Henda-Et. Algunos piensan que Gorgo-Et se construyó sobre sus ruinas, pero ningún arqueólogo ha podido demostrarlo. Algunos recuerdos quedan en la tradición popular de esa edad, y posiblemente de esa ciudad, en la canción del Reino Flotante de Hilda, que se canta en un juego de niños. Todos se toman de las manos y giran. El que se suelta debe evitar que los demás lo atrapen y lo devuelvan al círculo mientras cantan:

¿Qué es el tiempo?,

¿qué es el alba?

Nadie sabe, nadie sabe.

Gira ahora, sobre el agua.

Canta y llora, sobre el agua,

pobre niño que se ahoga,

pobre niña que no nada.

sale el sol en el levante, 

el sol sale

en la ciudad flotante.

4. Hoy en día, existe una región al sur de Beatris que lleva el nombre de la diosa Gelpura, pero queda ahí muy poco de sus rituales y de sus leyendas. Lo que sí es verdad es que la gente del sur de Beatris siempre se ha caracterizado por ser muy seca, antipática y hostil. Muchos atribuyen esta forma de ser a una antigua impronta de la diosa, la más vil de las cuatro hermanas.

5. Una de las funciones de la epopeya de Leandrino fue, durante mucho tiempo, ofrecer una explicación de la existencia de los autómatas racionales que, sin quererlo y hasta la insurrección del Inómine,, habían resultado muy útiles para defender las fronteras y las grandes zonas deshabitadas de Lamaria. De hecho, siempre se ha creído que fueron los antiguos lamarianos quienes intentaron reducir el poder de los autómatas, pero renunciaron a tal proyecto cuando algunos racionales resultaron incontrolables. No es casualidad que Sara Lan estuviera llena de estos seres ni que muchos aristócratas lamarianos, en secreto, usaran racionales para cumplir con misiones deshonrosas. En otras partes del continente, los racionales son perseguidos y eliminados, porque han demostrado ser muy peligrosos. En Lamaria aún hoy se les tolera y de esa forma también dejan claro lo que piensan sobre la existencia de la vida artificial inteligente.

Medro-Ut

Ciudad de Senes, 3221

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